Julián Javier Hernández
Un día, José Miguel X., director municipal de la zona, tomó una decisión arriesgada.
Su mujer le había estado pidiendo una ayudante doméstica desde hacía semanas. “Lo merecemos”, le dijo. Aunque podía costearlo de su salario (60 mil pesos mensuales), José Miguel buscaba la forma de aminorar el gasto. Luego de pensarlo unos días, le comunicó a su pareja que podían contratar una. Fue así que llegó Esmeralda, una trabajadora madura, pero con gran vitalidad. Y lo mejor era que no le costaría un centavo. ¿Es que sería una esclava? En absoluto; Esmeralda tenía asegurado su salario, y uno bueno, por cierto. Para ahorrárselo, José Miguel la había registrado como empleada municipal.
Al principio, José Miguel estaba temeroso de ser descubierto. Pero, como nadie lo notó, disipó sus miedos y dio otro paso hacia adelante.
“Úsala para ti”, le dijo a su esposa, y puso en sus manos las llaves de la camioneta, la de gobierno, que no era de lujo pero sí práctica. Y la mujer tomó el vehículo para ir por los niños a la escuela, hacer las compras y visitar a las amigas. No tenía que preocuparse del combustible, ya que también salía del presupuesto municipal.
A partir de entonces, José Miguel mostró su generosidad con los suyos, aunque eso fuera perjudicial para los gobernados. A un compadre lo convirtió en proveedor y le pagaba la mercancía a sobreprecio. A su suegro le rentó una casa como bodega de la dirección municipal, cuyo costo triplicaba el valor de mercado (de 6,000 a 18,000 mil pesos mensuales).
Gastó a ojos cerrados, como suele ocurrir cuando alguien utiliza el dinero ajeno. Porque esas sumas, aunque no estén en una cuenta unipersonal, tienen dueño.
Tal fue el comportamiento de José Miguel X como director municipal, libre de informar o justificarse. Imaginen lo que podría hacer un alcalde o un gerente general de Comapa de cualquier ciudad, que están en la cima de la administración pública y manejan más de mil millones de pesos al año.
Estos desvíos pudieron haberse autolimitado, si no suspendido, de conocerse la información administrativa. Cualquier ciudadano tendría derecho a saber quiénes integran la nómina, cuáles son los precios de las mercancías adquiridas con proveedores, y cuáles son los costos de los inmuebles rentados, así como la identidad de los dueños.
Pero ese derecho, ese poder de exigir cuentas a la autoridad, ya no existe, por lo menos en la forma en que funcionaba.
He utilizado un personaje ficticio para representar el abuso de autoridad más frecuente entre nosotros, pero créame que Tampico, Madero y Altamira está lleno de José Migueles, y peores que el aquí descrito.
Veníamos de etapas muy viejas en las que el presidente de la Republica se jactaba de su nepotismo , o en las que el alcalde enviaba a empleados municipales a trabajar de albañiles en su residencia. Tales extravagancias disminuyeron o se moderaron gracias al Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI). Pero lo acaban de matar, y debemos considerarlo una de las peores noticias del siglo, a reserva de que lleguen otras más terribles.
Ha sido como volver a la edad de las locomotoras y los barcos de vapor o peor que eso, porque no es un retroceso tecnológico, sino de mentalidad.
Darle al Estado la discrecionalidad de informar sobre el gasto público pertenecía al cementerio de las malas ideas, como prohibir el divorcio, negar el voto a las mujeres o penalizar las preferencias sexuales. Acaban de volver a la vida un cadáver agusanado que atenta contra los derechos y la dignidad ciudadana.
La extinción del INAI, culturalmente hablando, es un “no” a los contrapesos del poder y a las formas de democracia directa. El Estado se asume como juez y censor de sí mismo y le niega la mayoría de edad a los gobernados. La Cuarta Transformación sostiene que el Sistema Nacional de Transparencia es innecesario, y que esa función la suplirá con una nueva secretaría que, en sentido estricto, quedará subordinada al Ejecutivo. Este es el salto de cien años atrás que acaba de dar el país.
La figura que emerge de estas reformas se parece cada vez menos a una democracia, porque el Estado se agiganta y extiende su injerencia sobre el territorio y sus habitantes. Llamados a ser como Dinamarca, casi somos Nicaragua.
Allá, en el país centroamericano, el presidente Daniel Ortega está a punto de convertirse en dictador. Harto de ejercer el sistema republicano, promovió una reforma para que la Presidencia coordine los órganos legislativos, judicial, electoral, de contraloría y los entes autónomos. A esta nulidad de la división de poderes la llamó “modernización de la Carta Magna”.
Manoseando aún más la Constitución, propuso declarar copresidenta a la actual vicepresidenta, su esposa, Rosario Murillo. Luego, para acallar las críticas a este proyecto, actualizó el delito de “traición a la patria”, que no consiste en apoyar a un ejército extranjero en perjuicio de la propia nación, sino en recriminar al gobierno en el mismo tenor que la prensa internacional. “El Estado vigilará que los medios de comunicación no sean sometidos a intereses extranjeros”. Quienes incurran en esta difusión perderán la nacionalidad nicaragüense y serán desterrados, como ya ha sucedido con cerca de 450 disidentes, entre ellos varios sacerdotes y periodistas.
La ambición de Ortega fue madurando con los años, ya que llegó al poder en 2007 y al principio parecía un demócrata, defensor de la libertad, la alternancia y los derechos humanos.
¿Está México en la misma dirección? Sería frívolo asegurarlo, pero quitarle a los ciudadanos el poder de exigir informes y respuestas a la administración pública, mediante un organismo autónomo, es un paso atrás en nuestra democracia y una forma de sovietizar al país, con más control del gobierno y su partido en áreas del sistema político.
Solo falta la aprobación del Senado para sepultar definitivamente al INAI. Pero la confianza ciudadana quedó enterrada desde que los causantes de los desfalcos (por omisión o incompetencia) en el Insabi, Segalmex y Pemex fueron recolocados en el gobierno de Claudia Sheinbaum.
Julián Javier Hernández es periodista.